Por: Dr. Eliades Acosta Matos
Tras la salida del país de los remanentes del clan trujillista, presionado por el gobierno norteamericano que esperaba una radicalización de las luchas en su contra, el país entró en un proceso de tensa y expectante calma, matizado por la urgencia de celebrar las primeras elecciones democráticas de las últimas décadas. Para conducir ese proceso, la oligarquía nacional y la embajada norteamericana diseñaron un Consejo de Estado, presidido por Joaquín Balaguer, que representaba, como era de esperar, tendencias conservadoras y proimperialistas.
Este primer Consejo de Estado fue derrocado por el golpe del general Rodríguez Echevarría, que logra sostenerse en el poder por apenas 48 horas, siendo sustituido por el segundo Consejo de Estado, que se mantuvo al frente de los destinos de la nación entre abril de 1962 y febrero de 1963, cuando asumió la presidencia el profesor Juan Bosch, electo por más del 58% de los votos en las elecciones del 20 de diciembre de 1962.
Las tareas a cumplir por este segundo Consejo de Estado, muestran a las claras su absoluta dependencia a los designios de Washington, y están contenidas en un documento confidencial del gobierno estadounidense, fechado el 27 de abril de 1962. Su lectura permite comprender el concepto de políticas públicas subordinadas a intereses foráneos, que sigue siendo una constante, en pleno siglo XXI, en gobiernos neoliberales latinoamericanos:
Promover un pacto entre el Consejo de Estado, la Unión Cívica Nacional (UCN) y el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) sobre la base de un programa mínimo, al que dichos partidos no se opondrían (Reforma Agraria, apoyo a proyectos impulsados por la Alianza para el Progreso y definir el rol de la OEA en las elecciones de diciembre); comenzar a desarrollar de inmediato las capacidades antiguerrilleras de las Fuerzas Armadas; desalentar la gerencia norteamericana sobre propiedades en el país, que sean políticamente sensibles, como las de los centrales azucareros; destinar financiamiento para cursos de enseñanza política preparados por instancias privadas y continuar reduciendo, por todos los medios, la influencia castro-comunista sobre los movimientos estudiantiles y sindicales.[1]
Como puede apreciarse, las prioridades de las políticas públicas a implementar por el segundo Consejo de Estado eran impuestas por un gobierno foráneo que jerarquizaba sus objetivos a alcanzar, pensando en sus intereses estratégicos, no en los de la ciudadanía dominicana. No se buscaba atajar el hambre y reducir la pobreza, sino impedir el avance de las ideas revolucionarias, atacando las consecuencias sin abordar las causas; no se pretendía lograr un reparto equitativo de la tierra entre los campesinos, tradicionalmente explotados, sino garantizar influencia sobre sindicatos y estudiantes; no se designaban presupuestos ni se propiciaban inversiones en proyectos de alta demanda social, como acueductos, hospitales, escuelas, caminos, represas y la creación de puestos de trabajo, sino que se destinaban fondos para que, a través de instituciones pantallas del gobierno norteamericano, se adoctrinase políticamente a la población.
Cuando los intereses políticos de clase y grupos minoritarios, sumados a los de gobiernos y transnacionales extranjeras, son los que deciden las políticas públicas a implementar en un país, se anulan las esencias democráticas y participativas que las justifican; se eliminan sus potencialidades y su capacidad de sostenibilidad, y se pervierte la imprescindible búsqueda de justicia social e igualdad de oportunidades, sin las cuales no hay paz social, prosperidad, ni gobernabilidad. El caso analizado así lo demuestra.
Lejos de actuar de buena fe, con responsabilidad, y priorizando los intereses nacionales y de los ciudadanos, el segundo Consejo de Estado se dedicó, en la recta final de su mandato, especialmente entre el 1 y 26 de febrero de 1963, vísperas de su entrega del poder al presidente electo, a utilizar los escasos recursos disponibles, no para el bien común, sino para fertilizar el clientelismo, premiar a sus incondicionales y obstaculizar la implementación de políticas públicas de verdadero sentido nacional que pretendía el presidente Bosch.
Quien estudie la documentación de este período, especialmente la contenida en los Cronológicos de Oficios de la Presidencia, comprenderá que no se realizó, de manera deliberada, una transición ordenada entre el segundo Consejo de Estado, saliente, y el gobierno del presidente Bosch, entrante.
Una transición ordenada hubiese permitido, por ejemplo, dar y recibir noticias acerca de políticas públicas vigentes, su importancia e impacto social, la conveniencia o no de darles continuidad o reformarlas, y los fondos disponibles para los programas de gobierno, optimizando el uso de los recursos y buscando el mayor impacto social en el menor tiempo posible, como demandaban los graves problemas heredados de la dictadura trujillista.
Para ser justos, no existían normas legales o constitucionales que rigiesen la transición entre gobiernos, ni que obligasen al gobierno saliente a brindar, de buena fe y con responsabilidad, toda la información requerida al gobierno entrante. Hasta el último momento se tomaron decisiones estratégicas y se dispuso de los recursos de la nación para comprometer, obstaculizar y eventualmente torpedear, los nuevos programas de gobierno.
En declaraciones al diario El Caribe, publicadas en su edición del 25 de diciembre de 1962, Juan Bosch alertaba sobre la manera obstruccionista en que se comportaba, con toda alevosía, el segundo Consejo de Estado, y lo hacía con las siguientes palabras:
El Consejo de Estado debe limitarse a la rutina diaria, o sea, a labores puramente administrativas que no comprometan al nuevo gobierno […]. La creación de organismos gubernamentales debe terminar, sobre todo si son de carácter económico, pues se trata de funciones del gobierno constitucional que comenzará dentro de dos meses […].[1]
La denuncia no prosperó. El presidente Juan Bosch no comenzaría de cero al asumir la presidencia, en el acto de investidura que tuvo lugar el 27 de febrero de 1963, sino de menos cero: el segundo Consejo de Estado le legó un déficit cercano al 30% del presupuesto nacional aprobado para aquel año.