Por: Dr. Eliades Acosta Matos
Las políticas públicas son aquellos programas de acciones concretas y prácticas del Estado puestas en vigor a través del gobierno y la administración pública que, apoyados en diagnósticos previos, la planificación y la determinación de prioridades, están destinados a atender necesidades y demandas sociales, garantizar la estabilidad nacional, la gobernabilidad, la paz y el desarrollo. Se trata, en resumen, de instrumentos en manos de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, que se canalizan a través del gobierno y permiten ejercer el mando en busca del bien común, al menos, por definición.
¿Qué sucede cuando en la práctica se aplican tales políticas en diferentes naciones y reciben, como respuesta social, rechazo, denuncias y protestas? ¿Qué ha fallado cuando observamos, por ejemplo, casos de amplias protestas contra las políticas públicas aplicadas por los gobiernos de Chile, Colombia y Ecuador, que sacaron a las calles a miles de sus ciudadanos en señal de repudio y condena?
Lo primero es dejar establecida una precisión teórica: el Estado nunca es apolítico, ni neutral, ni apartidista, sino todo lo contrario: se trata de un mecanismo de control, defensa y promoción de los intereses concretos, en primer lugar, económicos, pero también políticos, ideológicos y culturales, de las clases sociales a las que representa. Puede que, en determinada circunstancia política, nacional e internacional, logre representar los anhelos comunes de las mayorías, o sea, que exprese su carácter y cumpla su función sobre la base de un consenso o pacto nacional logrado entre clases sociales, grupos y facciones alrededor de problemas concretos a atender o demandas específicas a responder. Incluso, en estos casos, los consensos suelen tener vida limitada, especialmente en el mundo globalizado en que vivimos, donde las élites nacionales y transnacionales imponen sus intereses a las amplias mayorías de las sociedades, y actúan egoísta y rapazmente en detrimento del cuidado del medio ambiente, el derecho al desarrollo y la justicia social.
Lo anteriormente apuntado, indica que los slogans electorales acerca de «gobernar para todos» suelen ser un anzuelo populista de quienes saben, en tanto políticos profesionales y conocedores de la Economía Política, que se gobierna, en primer lugar, para quienes deciden con su apoyo —no siempre transparente ni ajustado a leyes— la victoria electoral y la toma del poder; o dicho en otras palabras, para quienes el gobierno electo funge como vocero, promotor y defensor de sus intereses clasistas. Desde este ángulo, el carácter más o menos democrático, eficaz, justo y popular de un Estado y de un gobierno, no depende de consignas ni promesas electorales, sino de la capacidad que tenga, incluso por encima de la clase social a la que representa, de avanzar hacia esos objetivos, escuchando, dando participación, aplicando, rindiendo cuentas y rectificando sus políticas públicas, siempre puestas a prueba en la realidad y confrontadas por la práctica social.
No se gobierna para todos, pero si se puede gobernar, al menos en ciertos temas puntuales, para las mayorías. De este concepto depende considerablemente que las políticas públicas sean más o menos conflictivas, o aceptadas y apoyadas por muchos ciudadanos, aún de manera coyuntural. Es aquí donde adquiere sentido hablar de bien común como horizonte de arribo transitorio, a sabiendas de que ciertas clases o grupos sociales intentarán presentar al resto de la sociedad sus intereses como si fuesen el paradigma de lo que debe entenderse por bien común. Esto, guste o no, es muy visible y está omnipresente en las sociedades divididas en clase sociales, es el peaje que pagar mientras estas existan y no coincidan los intereses individuales, clasistas y grupales con los del resto de los miembros de la sociedad.
Es arriesgado hablar de bien común en un mundo pospandemia del Covid-19, lleno de desigualdades sociales ofensivas, hambrunas, falta de derechos, carente de igualdad de oportunidades y de justicia social, plagado de guerras, con un galopante deterioro del medio ambiente, subdesarrollo, explotación egoísta de los recursos naturales por individuos y naciones poderosas, y pobreza creciente, en medio de la inflación, el descenso del nivel de vida y ante el amenazante espectro de una guerra nuclear. Nos parece, cuando menos, una bella utopía, muy alejada de la realidad que nos circunda y que a ratos nos asfixia.
Existen diferentes concepciones sobre lo que es el bien común, como también sobre las vías para lograrlo. Varias ciencias participan, o han participado en la fundamentación del concepto, entre ellas, la Filosofía, la Economía, la Politología, la Sociología, el Derecho, la Psicología, la Antropología y hasta las religiones. Es lógico que así sea: el bien común engloba aspectos individuales y colectivos, deberes y derechos, aristas materiales, culturales y espirituales, lo privado y lo público, lo nacional y lo internacional.
Para el Dr. Ricardo Rojas, el bien común puede definirse de la siguiente manera:
Básicamente, remite a algo que se pretende que es bueno o beneficioso para todos los integrantes de una sociedad o comunidad. En general, se ha entendido que propenden al bien común determinadas normas abstractas o instituciones que contribuyen a que las personas puedan gozar más acabadamente de sus derechos, estén protegidas de agresiones físicas y morales, o se vean facilitados sus esfuerzos para alcanzar su propia felicidad.[1]
Un enfoque de pensamiento crítico formularía varias preguntas para aclarar el alcance de esta definición. ¿Quién determina lo que se puede considerar como beneficioso?, ¿sobre qué base y con qué derecho? Tengamos en cuenta, por ejemplo, que el modelo liberal occidental y anglosajón de lo que es beneficioso para las personas incluye el consumo ilimitado, compulsivo y frenético de bienes y servicios, y la adquisición de uno o más autos para cada familia. Si sabemos que en el 2021 las poblaciones sumadas de China, India, Pakistán, Indonesia y Brasil sumaron la cifra de 3,500 millones de habitantes, esta aspiración, de ser cumplida, ¿resultaría beneficiosa para el medio ambiente, para las propias sociedades indicadas y para el nivel de vida real de las personas? En cuanto a gozar de derechos, ¿se trata de prerrogativas abstractas, formuladas en leyes y constituciones, con garantía real de cumplimiento? ¿Se trata de derechos garantizados para todos o meramente teóricos? Por ejemplo, el derecho a la vida de los afroamericanos en Estados Unidos está en entredicho, a pesar de figurar en todos sus documentos fundacionales, entre ellos, la Declaración de Independencia y la Constitución. En el 2021, 1,100 afroamericanos murieron por disparos de la policía, teniendo tres veces más posibilidad de perecer de esta manera que un ciudadano blanco.
La conflictividad de las políticas públicas y del bien común, categoría central en este problema, nos obliga a continuar el análisis en artículos posteriores. De ello depende que no estemos proclamando en abstracto lo que frecuentemente no se materializa en la práctica social, y debería.
Políticas públicas por el bien común, pero de verdad.
[1] Rojas, Ricardo. «¿Qué se entiende por el bien común?». Facultad de Derecho de la Universidad Francisco Marroquín. Disponible online en: https://derecho.ufm.edu/que-se-entiende-por-el-bien-comun// El Dr. Rojas es Doctor en Historia Económica, abogado, escritor y director de postgrados en la Universidad Francisco Marroquín, de Guatemala.