Por: Dr. Eliades Acosta Matos

 

Entre los elementos que distinguen a las políticas públicas están el ser auditables, transparentes, abiertas al escrutinio de las instituciones, de la sociedad civil y los ciudadanos. De no cumplir tales requisitos, entre otros, no estaríamos en presencia de un programa de medidas adoptadas por un gobierno, que se deben enmarcar en un plan estratégico general, y que están destinadas a garantizar la solución de problemas concretos de la ciudadanía y del desarrollo nacional.

Lo anterior plantea una interrogante válida: si el acceso a la información de los ciudadanos no está respaldado y garantizado por las autoridades a todos los niveles, ¿cómo pretender que las políticas públicas puedan ser efectivamente controladas y auditadas? ¿Es posible hacerlo si no disponemos de información fidedigna, contrastable, actualizada y organizada?

No sería osado afirmar que la seriedad en el diseño y aplicación de las políticas públicas, alejadas de la demagogia, el clientelismo y la corrupción es directamente proporcional a la capacidad de las autoridades correspondientes de garantizar el libre acceso a la información sobre su diseño, ejecución y resultados. Ni más, ni menos.

Qué pensar, en consecuencia, si en un reciente informe de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) se afirma que el país se ubica entre los 12, incluido Estados Unidos, que no cumplen con sus Leyes de Acceso a la Información Pública y, en consecuencia, con sus propios preceptos constitucionales.

La acusación se limitaba, en esta ocasión, a todo lo que «restrinja el trabajo de la prensa y fortalezca la cultura del secreto», pero en realidad el asunto traspasa la esfera informativa para llegar hasta el de la participación ciudadana y la calidad de la democracia. Y da mucho que pensar.

El derecho del público a la información, o lo que es lo mismo, el derecho a saber, no es una graciosa dádiva que se puede consagrar formalmente en una ley y luego ser olvidada. Se trata de la esencia misma del anhelado sistema de participación popular efectiva; del establecimiento de contrapesos y balances, y del deber de los gobiernos de someterse a la soberanía popular —base de la verdadera democracia— a la hora de diseñar sus políticas, ejecutarlas, evaluarlas y rectificarlas o desarrollarlas, según el caso.

Como caso positivo, el artículo de la Agencia EFE publicado por el Listín Diario reconoce la derogación en Honduras de la Ley de Secretos del 2014, lo que garantizó un nivel de transparencia que permitió, por ejemplo, documentar los actos ilegales cometidos por el ex presidente Juan Orlando Hernández, su arresto y extradición a Estados Unidos. Nada de esto hubiese sido posible si tales datos no hubiesen podido ser consultados por las autoridades competentes y representantes de la sociedad civil, producto del blindaje que con toda premeditación y alevosía se había establecido sobre la ejecutoria gubernamental y el uso del presupuesto.

Otro problema señalado en la declaración de la SIP apunta hacia la urgente necesidad de impedir que se alarguen innecesariamente los plazos establecidos para brindar la información pública que se demande, en cumplimiento de las leyes. En el caso de Colombia, la SIP consideró como una violación al derecho de acceso oportuno a la información pública el veto aplicado por el presidente Iván Duque al proyecto de Ley 473, que pretendía reducir el tiempo que media entre una solicitud de información y su entrega por parte de las autoridades correspondientes. En efecto, para que una información pública pueda ser de utilidad a los efectos del control popular, esta no solo debe ser fidedigna, sino oportuna.

En el caso de República Dominicana, la Ley 200-04 de Libre Acceso a la Información Pública establece que es deber del Estado brindar la información que esta Ley establece, con carácter obligatorio y de disponibilidad y actualización permanente, y las informaciones que fueran requeridas de manera especial por los interesados. Esta Ley cumple el precepto constitucional refrendado en su artículo 49, que consagra, precisamente, el derecho a la libertad de expresión e información:

Toda persona tiene derecho a la información. Este derecho comprende buscar, investigar, recibir y difundir información de todo tipo, de carácter público, por cualquier medio, canal o vía, conformen determinan la Constitución y la Ley […]. Todos los medios de información tienen libre acceso a las fuentes noticiosas oficiales y privadas, de interés público, de conformidad con la Ley […].

Pero no basta con que se disponga de información pública y se cumplan los preceptos constitucionales y legales que establecen  el libre acceso. Todo esto es inútil e inoperante sin fomentar en el país una cultura que llegue a cada ciudadano e institución y medio de prensa, de que acceder a esta información es no solo un derecho, sino un deber, y que la sociedad en su conjunto y su base democrática ganan y se fortalecen en la misma medida en que la información sobre las políticas públicas que se apliquen por parte de los gobiernos, sea constantemente escrutada, analizada, contrastada y utilizada a los fines de su optimización y transparencia.

En el 2001, el número de visitas al Subportal de Transparencia del Ministerio de la Presidencia, fue de 36, apenas tres por cada mes transcurrido, mientras que las consultas a las Memorias

Institucionales fue de solo 35, en todo el año, para un promedio mensual similar al ya apuntado.

¿De qué vale tener información pública disponible si no educamos a la población, los medios de comunicación, las instituciones, incluso a los funcionarios públicos, en que su utilización permitiría elevar la calidad de nuestra democracia y mejorar la efectividad del gobierno?

Sin el fomento de una cultura de participación verdadera, el control social e institucional sobre las políticas públicas es una utopía irrealizable. Y estamos obligados a poner en práctica, cuanto antes, un programa integral de educar para participar.

El tema merece seguimiento y se lo daremos.